Todo libro, revista, documento
y todo tipo de texto que llega
nuestras manos -cuando menos-,
intentamos leerlo para conocer su contenido. Si es de nuestro agrado,
inmediatamente procedemos a una relectura y sin reflexionar con esta optamos por guardarlo, amparados en
la vieja costumbre de que nos volverá a servir algún día. “Puede ser útil más
adelante”. Ahì, en los viejos baúles, empolvados y muchas veces apolillados
pasan largo tiempo, día tras día y año tras año esperando su utilidad
postergada.
Cierto día, sentí esa tonta impresión de que necesitaba la ayuda
de alguien o por lo menos de que una
persona, siquiera una sola, me
escuchara, no dude, y en segundos acudí
a buscar a mi amigo Agustín, un estudioso que conserva
intactos todos los textos que ha leído
desde su primera infancia.
Ya en su casa, Agustín me hizo pasar, después de haberme
saludado con un fuerte apretón de manos. Le expuse el tema y
mientras oía mi planteamiento empezó a buscar entre sus documentos cada
vez con mayor rapidez. Como no daba con
el asunto en busca, me dejó en su cuarto
mientras él iba por algo para
beber.
Tras hurgar en varias cajas de madera, buscando y ordenando los
papeles que estaban sobre la mesa, di
con una vieja carta que a penas pude
descifrarla. Indicando el mes de noviembre de 1989, empezaba diciendo:
Estimado Límber y seguían unas iniciales indescifrables. Más abajo:
Siempre he tenido ganas de buscarte y sentarme a conversar
contigo, así como algún día lo hicimos.
Límber, tuve una gran admiración por ti,
por tu forma de ser, por tu forma de proceder, por tu impetuoso
desenvolvimiento ante el público, ante los estudiantes y ante la prensa.
Fuiste sensacional, ganaste las elecciones generales para el consejo directivo.
Tuviste una alta aceptación y eso me hacía sentir orgullo ajeno.
Te enfrentaste al Reverendo Padre, al señor director y al señor
presidente. Criticaste duramente a la prensa tildándolos de mediocres en sus
propias caras.
Sabes, siempre quise estar contigo y conocerte un poco más; pero
no podía darte el sí al primer instante.
En realidad, no sé, tú comprendes que nada se consigue al primer intento. Perdóname por mi
desacierto. Sé que estás mal herido, no es para menos. Pero más hiere tu rechazo, tu indiferencia, tu distancia
estando tan cerca.
Te escribo Límber, porque quiero que sepas que nunca es tarde
para arrepentirse de algo; es por eso que yo intenté acercarme a ti para
pedirte perdón, pero tú me rechazaste, no me dejaste hablar, no me escuchaste,
ahogando en ti todo intento de
posibilidad y esperanza.
Esta carta terminaba con
la palabra: “atentamente”, una coma al final y la firma impregnada sobre las iniciales indescifrables
C. Romelia N. R.
Autor: Lidio Jiménez y Gasset.
Seudónimo: El cóndor blanco justiciero.
“Un cuervo se viste de blanco
la luna se ha muerto de pena”
José Saramago. “Un ciego sobre
el resplandor”.